miércoles, 10 de julio de 2013

El Castillo de la Bella Durmiente





Habría que preservar celosamente estos edenes sin duda milenarios que ninguna voluntad, ninguna fortuna serían capaces de recrear. En la penumbra del sotobosque, tomo el sendero, más bien la incierta senda, que pasa justo al pie del acantilado de cerco. Las rocas sobresalen, rocas de un gris algo rosado, hasta tal punto frotadas por los siglos que ya no tienen sino superficies redondeadas. He aquí en primer lugar en esta muralla una extraña y adorable hornacina, completamente festoneada de estalactitas y cairelada de culantrillo, de la que brota una fuente. Un poco más lejos, las rocas lisas, que parecen plisarse como colgaduras que se levantan, descubren poco a poco profundas entradas oscuras que son las grutas prehistóricas abiertas a lo largo de este sombrío lapachar; nada ha debido cambiar en los alrededores desde los tiempos en los que sus huéspedes primitivos afilaban allí sus cuchillos de sílex. Muchas de esas grutas se comunican y muestran atrios de medio punto, o dentados y de diseño ojival. Finalmente, llego a la más grande, cuya sala de entrada tiene como una cúpula de iglesia; la media luz verdosa de la frondosidad no penetra hasta muy lejos y, al fondo, entre los pilares compactos que le han construido las estalactitas, se ven pasillos que van a perderse en la más completa oscuridad. Antaño, me gustaba aventurarme por ellos con una lámpara y un hilo conductor, y recuerdo que una vez, hacia mis quince años, había estado a punto de perderme en el dédalo de aquellas galerías tapizadas por densas coladas de nieve o de leche, que poseían todas la misma blancura de sudario. 

Texto extraído del cuento de Pierre Lotti (1.850-1923): Escritor francés, nacido en Rochefort, fué oficial de la Marina Francesa. Amante del desierto y gran viajero, recibióen Tahití el sobrenombre de Loti (una flor tropical), nombre que adoptó y con el publicó sus obras. El suyo verdadero era el de Julien Viaud.

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